jueves, 28 de abril de 2011

En el nombre de los espíritus vacíos



Eran dos. Uno era frío, el otro daba calor. Eran lo blanco y lo que no tenia color. Eran diferentes, pero se amaban. No se conocían, pero se deseaban. Habían escuchado en el rumor del viento el nombre del otro. Y fue una brisa de medianoche los que le llevó a encontrarse. Bebían del mismo río, pero no lo podían cruzar. Vivían en el mismo bosque, pero no se podían abrazar. Caminaban orillas diferentes, con la cabeza vuelta y sonriéndose el uno al otro bajo los rayos del sol. Corrían y reían. Buscaban el nacimiento de ese cauce que los separaba para poder cruzar al otro lado y alcanzarse, sin desesperarse. Mientras descansaban, una pequeña paloma revoloteaba entre ellos, con una rama de cerezo como si de un mensaje únicamente comprensible entre ellos se tratase. La rama era siempre la misma, nunca se marchitaba, pues se alimentaba de la energía de sus corazones. Y caminaban. Cada vez que se miraban el río se parecía más a un arroyo. Los peces bailaban y saltaban, impacientes. Aún no habían cruzado una palabra, pero ambos se guardaban la primera a que acabara la espera y pudieran susurrarselas al oído. Cuando la luna les mecía en la noche, lentamente se sentaban y se reflejaban en los ojos del que estaba al otro lado, esperando a ver quien desaparecía primero devorado por los párpados del otro llenos de cansancio. Pues no había prisa. Las flores nacían y se marchitaban, el campo se volvía amarillo. Las hojas morían y arropaban el llano hasta que la nieve se acostaba con él. Y las flores nacían de nuevo de esa muerte y danzaban. Poco a poco, el arroyo pasó a ser fuente, y los dos, tanto lo blanco como lo que no tenía color, alcanzaron el final, esperando que fuera el principio del río. Lo blanco quería a lo sin color, y mostró en su palma reluciente la ramita de cerezo llena de pétalos que lo incoloro le había regalado con su paloma la noche de antes. No pudo esperar más, y lo blanco corrió con todo su amor hacia la otra orilla, con la ramita en la mano. Lo que no tenía color abrió sus brazos mientras escuchaba el ritmo de los pasos junto a los latidos de su corazón. Pero las nubes negras, envidiosas de la albura de aquel blanco puro, cubrieron toda luz, su lluvia descargaron y el arroyo comenzó a crecer hasta convertirse en un torrente de agua con furia desmedida. La corriente sorprendió a lo blanco despistado y se lo llevó, y lo incoloro de su grácil mano lo agarró. Lo blanco sollozando y con la visión del rostro incoloro de su amado amigo traspasando las lágrimas de sus ojos soltó su mano y desapareció entre las desbocadas aguas. Y todo cesó. El sol volvió a su trono y descubrió con sus rayos a aquel que no tenía color plañendo con la ramita de cerezo en su mano. Gritó con furia y desesperación, quemó la rama y todo lo que ésta conoció, huyó, huyó lejos buscando consolación. Pero nadie jamás supo comprender su color. Ya no era un color sin sentido, ahora estaba lleno de amargura y desolación. Dicen que volvió al río donde la blancura conoció. Dicen que poco a poco su color se fue volviendo translúcido, transparente, invisible. Dicen que, finalmente, se disolvió y se fundió con el río donde lo blanco yacía en el alba. Y que allí, en el rumor del agua consiguió decirle el misterio que guardaban sus labios. Era un simple "Te quiero", solo que ahora no habrá nadie para escucharlo. No habrá nadie para contestarlo. Pero nunca se cansará de cantarlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario