jueves, 23 de febrero de 2012

Arca XII- Vol.II: Carmina, la rapsodia del dolor




Primavera. Verano. Otoño. Invierno. Y, de nuevo, primavera. El viento traía los mensajes de cientos de vidas nuevas. Pero era la misma brisa de siempre lo que en entraba en la cueva. Nada la alteraba. Estaba sola. Desnuda en la oscuridad donde nadie la miraba. Con los ojos en el suelo. Ojos ciegos que eran capaces de ver la nada. Oídos vacíos con los que escuchaba a los aedos del abismo. Donde el eco se había fundido con su voz, donde su flauta solo sabía tocar sola. La maldad era un bien preciado que ansiaba conocer. Correr era su deseo, más tendría que saber caminar primero para poder avanzar en la oscuridad. La luz era su oscuridad. Podía ver su sombra brillando en las paredes de la cueva, húmedas por el rocío de algo que solo podía definir por tristeza. Envidiaba a las plantas porque, según le habían contado, podían convertir la luz en vida. No sabría distinguir entre hielo y fuego, volcán de montaña. Gateaba, con ganas se sentía a través de una oscuridad que la hacía sonreír. Se reía de los chistes de los extraños seres que bebían de su cuerpo despojado supurando temor y dolor, inconsciencia y amargura ante un final que se veía incierto. Ardiente, no impedía que los besos de los entes oscuros se alimentasen de su espíritu agotado por nada, tampoco que al madurar el festín de la oscuridad se gestase en sus entrañas intactas ante una comida que jamás ingirió. Se resignó ante la idea de vivir en los brazos de la oscuridad, acurrucada en su miserere letal. Dejó que sus ojos rojos fueran seducidos por las purpúreas ondas neblinas que adornaban sus espejos fulminados por el tiempo. Sus cabellos se tornaron azabaches y su mirada vacía, exenta de luz. Su sonrisa de satisfacción triste marcó el amanecer de sus días. Y tiempo al tiempo se dejó atar abierta por las sogas tenebrosas del vació eterno. Sus muñecas, pesadillas del dolor, sus tobillos, incursores del temor. Parecía que el reloj de su vida hubiera perdido la cuerda, allí donde desapareció. Eterna por siempre. Atada, sarcástica, furiosa, lujuriosa, condenada a ver las lágrimas apagadas y mentidas correr por su piel fría y sin edad. El ruido de su corazón era el único ritmo que la había impulsado para continuar su vida. Y un día se paró. Y nada más. Ella seguía, perdida en el tiempo, en una caverna en la que vivía sin vivir. Prisionera de su propia cueva, ¡que ironía! Oculta de toda luz, engendrada y violentada por su padre la oscuridad. Y ella, sin duda alguna, disfrutaba al final de su propia agonía. El éxtasis de sufrir por siempre su propio tormento enrojecía aún más sus ojos, sus cabellos en plumas negras se convirtieron y empezó a volar en su jaula de melanina piedra. Solo conocía el escarlata que brillaba en sus ojos, la alegría del dolor teñido de su propia sangre, idolatrado por su gusto enloquecido. Imploraba inyectada el placer del dominio de la oscuridad. Su tristeza y dolor no trascendían más allá de sus sentidos. En su boca se reflejaba un grito de fiera sin voz. Y por cada oquedad de su cuerpo la invadía sin cesar la oscuridad. Era una jugadora con los sombras, la reina de los cuentos de terror que vivían en su memoria. Pero, en realidad, no era más que una pequeña chica, con su don ya perdido. Agotada ante el éxtasis y desbordada de rebosante de oscuridad se acurrucaba de nuevo, las lágrimas humedecían y apagaban sus bellos ojos escarlata, se convertían en ojos de carmín. Y ella, bella y solitaria como el jazmín, con su cuerpo desnudo en el ataúd de su propio hogar, se volvió ciega ante la propia oscuridad, con la mirada en ninguna parte. Y entonces pudo verlas: las ilusiones rotas de las personas. Su dolor y sufrimiento se congelaron en su corazón y no logró sentir nada más. Allí permaneció pequeña, desnuda y fría. Y pasó la primavera. Y el verano. Y el otoño. Y el invierno. Y de nuevo la primavera. Pero el viento traía noticias de una niña de cabellos azabache y piel blanquecina. Una niña del mundo de la oscuridad que, sin embargo, había vislumbrado la luz de la nieve derretida en las flores con sus ojos ciegos. Con sus ojos de carmín.

Y allí fue donde Arca la encontró...

lunes, 13 de febrero de 2012

La sonrisa mestiza



Es injusto, y lo sé. Tuviste tu merecida recompensa: por no hacer nada, claro está. Tienes suerte de estar allí. Tienes suerte de tener cinco dedos en tu mano y sentir el tacto de pétalos no cortados en tu piel. Tienes suerte de caminar una misma acera con un corazón no fracturado por los recuerdos de una mente que quiere y quiere recordar. Y la virgen recoge flores que no cortará, y no las cortará para que el tiempo no pase. Pero una flor viva, amiga mía, no le quites el derecho a morir. Pasará el tiempo, y los pétalos se irán de una mano, y el calor que reconocías en su mirada al verla se irá de la otra. Y entonces quizás, si te sientes reconocido, podrás escuchar el débil cantar del aedo del pasado aguijado. La oda del héroe fracasado, romántico ante su sino descarriado, del nido que en su corazón vio morir sin que el pequeño pájaro del amor pudiera abrir los ojos y muriera de frío. Mis barbas son más largas que las tuyas. Y observa. Aún tienes su flor en tus manos. Las mías ya murieron hace tiempo. Es imposible darle la vida a lo que ya murió, ¿verdad? Lo único que puedes hacer es nada, volverte viejo y observar como arrancaste las flores del tiempo que ella no quiso arrancar, y se mueren ante ti. Y la joven jardinera las observa triste y piensa que es lo que merezco por arrancar flores tan bellas en su jardín. Y tu la miras obligado por las espinas de las rosas más bellas que no quieres arrancar, en tu cara esa sonrisa mestiza de tristeza y amarga alegría a la que la gente llama melancolía.

Joven, es tu ocasión. Es injusto, y lo sabes. Es el momento de escribir en tu tábula rasa la canción que tu triunfo marcará. Es el momento de que me olvides y apagues en tu mirada mi sonrisa. Esa sonrisa mestiza que no querré ver jamás en su rostro. La mestiza que en el tiempo a mi vieja sonrisa borrará de su recuerdo.